Relato de la primera ascensión al Naranjo de Bulnes (Picos de Europa), por Pedro Pidal y Gregorio Pérez, el 5 de agosto de 1904
La historia forma parte del alpinismo y la escalada, es muy importante valorar las ascensiones que hoy en día siguen teniendo entidad, dentro del contexto histórico en que se produjeron. Tener estos aspectos en cuenta, sin duda, enriquecerá nuestra actividad en montaña.
En éste texto, se recogen las impresiones de los primeros ascensionistas de la que es considerada por muchos alpinistas: La Montaña más Bella del Mundo, estamos hablando del Naranjo de Bulnes.
Esos dos exploradores de la vertical eran Gregorio Pérez «El Cainejo» y Pedro Pidal «Marqués de Villaviciosa». De sobra conocido es el relato del segundo, pero no tanto la descripción de la ascensión que realizó el primero, en este artículo se recogen ambos.
Antes de comenzar a leer el relato, debemos contextualizar a dos personas -en el año 1904- acometiendo una ascensión fuera de la práctica de la época y -lo que es más importante- sin saber cómo descender tras conseguirlo.
Como ya se ha apuntado, y para dar una mayor riqueza, incluimos aquí el punto de vista de ambos personajes (extraídos de textos originales de ambos autores), además de fotografías, tanto de la época como de la vía en la actualidad:
La ascensión al Naranjo de Bulnes explicada por Pedro Pidal «Marqués de Villaviciosa»:
Bulnes, aldea de pastores y cazadores de robezos, es el pueblecillo de Asturias que más se arrima al corazón de los Picos de Europa. Se va a él, desde Arenas de Cabrales, por un valle cerrado, en extremo pintoresco, lleno de acantilados y de rocas, por donde fluye el limpio río Cares, lleno de truchas, y como a unas dos horas de marcha por aquel paisaje dantesco, se abandona el río, tomando a la izquierda por un sendero, en zigzás, el más escabroso y alarmante que vi en los días de mi vida.
A pesar de lo que afirma Prado, de lo que dicen Sanint-Saud y Labrouche, y lo que refieren del Monju, ¿no sería acaso posible intentar la ascensión con una buena cuerda, sin necesidad de pasarse una o algunas semanas en tallar la roca?¿Y no sería posible intentarla con alguna esperanza de éxito? Que otros habían fracasado en la empresa, ya lo sabía yo; pero si no da uno más pasos de los que dieron otros, ¿dónde está el mérito, dónde la originalidad, dónde las iniciativas?
Cada cual tiene su chifladura en este mundo, y yo prefiero denominar así mis caprichos, que denigrar ligero los del prójimo, sin duda porque no los comprendo. Trepar por una roca pelada, con un precipicio a la derecha y otro a la izquierda, para sorprender algún robezo en alguna revuelta, o contemplar un grandioso panorama en la cima, o salvar la misma dificultad que a uno y a otro conduce, será un placer de que se reirán muchos; pero es un placer soberano, que me domina por completo, y ante el cual me considero… chiflado.
Por eso compré en Londres la mejor cuerda de alpinista que encontré, y me fui a Chamonix para «entrenarme», como dirían los franceses, haciendo la ascensión de la Aguja del Dru, afilado pico de 3.755 metros sobre el Mar de Hielo, y una de las más difíciles ascensiones.
De vuelta a Asturias, llamé a Gregorio el Cainejo (habitante de Caín, que es el Bulnes de los Picos de Europa por el lado de Castilla) para hablarle de mi persistencia en estudiar de cerca el Naranjo, como le había dicho el año pasado.
Foto (Saint-Saud): A la izquierda Gregorio Pérez «El Cainejo». A la derecha Marcelino Garrandi, el 4 de julio de 1.906 en La Rondiella.
Gregorio es el hombre fornido, cazador eterno de robezos, que vive en la peña mientras las nieves no le arrojan al valle; sus pies descalzos agarran como ventosas en las cornisas inclinadas de los acantilados infinitos que cuelgan sobre los precipicios de los Picos de Europa; desaloja el robezo de sus más inespugnables torres, y lo mismo duerme al pie de un ventisquero que corre a cobrar un animal al fondo del abismo. Gregorio era el hombre que me convenía.
Esta vertiente Norte, única sobre la que nos cabían dudas en cuanto a su inaccesibilidad, era muy sencilla: un descanso o saliente de la peña en el primer tercio inferior de la misma, y dos grietas verticales hasta la cúspide. Examinadas bien estas grietas con los anteojos, comprendimos, desde luego, que una de ellas, la de la derecha era absolutamente impracticable. ¿Lo sería también la otra?
He aquí un juicio que no podíamos emitir desde luego; la teníamos demasiado lejos dada su altura, y tan solo podríamos formarnos uno aproximado desde su arranque, es decir, desde el descanso o saliente del primer tercio inferior de la torre. Pero, ¿podríamos llegar a él? Había que intentarlo. De este modo la ascensión sí era posible, se componía de dos partes: primera a la grieta y segunda por la grieta.
Foto actual: Eligieron la chimenea de la izquierda.
Gregorio se descalzó y yo ajusté de nuevo mis sólidas alpargatas.
El Cainejo me gritaba que me descalzase pero yo tenía más confianza en mis alpargatas especiales de la Calle de la Salud.
Avanzando un pie para ver como cogía la alpargata, hasta afianzarse, y luego el otro, con exquisito cuidado, y ambas manos hacia la derecha para disminuir el peso, logré pasar los cuatro metros de llambrialina…
Echamos la vista al cielo y sólo vimos una parte de la grieta; la otra, la tapaban las nubes. Retroceder en aquel caso hubiera sido cobardía manifiesta. «¡Arriba! Hasta donde podamos, Gregorio –le dije–, y no piense en mí, que yo llevo seguridad completa, ¡adelante!».
A veces mi compañero no alcanzaba el saliente a que agarrarse y entonces, mi cabeza primero y mi puño cerrado después, eran a modo de escabeles de un encumbramiento que no tenía nada de retórico. Una vez en firme, sus buenos puños, tirando de la cuerda, contrarrestaban el efecto de la gravedad en mi persona.
Cuando la grieta se cerraba demasiado, poníamos la espalda a un lado y los dos pies al otro, empujando yo siempre al de arriba, tirando éste por mí a cada momento. No mirábamos abajo por no impresionarnos.
Pero cuando, a hurtadillas, lancé una vez la vista por debajo de mí… no vi nada, estábamos en plena niebla, en la nube.
De este modo fuimos subiendo por aquel canalizo estrecho e interminable, hasta que oí decir al Cainejo: «De aquí no pasamos, Don Pedro». ¿Qué había allí? ¿Qué clase de obstáculos se oponían a nuestro paso? ¿Era la pared vertical, el ángulo hacia fuera, la roca lisa? Nada de eso; era un saliente de roca, a modo de panza de burra, que obstruía la grieta, la chimenea, el paso por donde nos escurríamos, avanzando por el precipicio por encima de la cabeza de Gregorio.
Foto actual: Superando la panza.
Habíamos llegado a lo verdaderamente impracticable, a lo inaccesible. Tenía yo mí cabeza a la altura de la cintura del Cainejo y estábamos ambos quietos, sin decirnos nada.
¡Qué habrá allá arriba, en aquella cima inmaculada, adonde nunca llegaron los hombres! Así estábamos los dos, mudos, esperando sin duda que alguna inspiración divina nos determinase algo, cuando, para cambiar de postura, tropezó mi mano izquierda con una grieta oculta que parecía estar hecha para ella. ¡Que sujeción la que había encontrado!… «Gregorio –le dije–, yo tengo aquí un agarradero magnifico. Póngase usted sobre mis hombros primero, luego su pie izquierdo sobre mi mano derecha, y vera usted cómo le aupó. Y una vez que usted pueda echar los brazos por encima de esa panza, si no está del todo lisa, ya se agarrará usted y se ayudará con las rodillas». ¿Pues que? ¿No había yo levantado la gran pesa, la Sultana, en el gimnasio de Sánchez? «¡Sin miedo, Gregorio!» –le dije–. Así lo efectuó, echándome yo hacia atrás sobre la niebla para empujarlo hacia arriba, lo icé por encima de aquel estorbo maldito.
Una vez arriba sus brazos se encargaron de mí, levantándome en vilo con la cuerda…; todo sonreía a nuestra ambición desmedida, y cuando el embudo se abrió y la vertical empezó a dejar de serlo, yo me desaté la cuerda, que abandoné al Cainejo, pasé a esté, y saltando, loco, ebrio de placer y de entusiasmo, entoné, al llegar a la cumbre, el más formidable ¡hurra! que di en los días de mi vida… Era la una y cuarto de la tarde.
El paisaje que divisábamos no era otro que el corazón de los Picos de Europa, visto de en medio de ellos: glaciares, neveros, peñascales, torres, tiros, agujas, desfiladeros, vertientes, pedrizas, pozos, robezos empingorotados en alguna punta, o manadas de ellos paciendo a nuestros pies en el valle desierto, en la olla profunda, en el hoyo inmenso, tranquilo y solitario; algunos picos, perdiéndose en las nubes, rebasándolas otros, y en todas partes el abismo, el precipicio, encarcelándonos en aquella roca encantadora que había sido virgen por los siglos…
Era ya necesario empezar la bajada cuanto antes… «¡Adiós, Picos de Europa, en cuyo corazón me hayo; cumbre divina que me prestaste asilo; grandioso panorama que contemplo!… ¡Adiós, región eterna de las nieves, alcázares de piedras soberanos, simas profundas que os tragais las nubes!… Adiós pirámides que en recuerdo de tanta belleza fabricamos!… ¡Vosotras persistiréis si el rayo no os deshace, allí donde nosotros brevemente pisamos, sin duda por la ley general de que la duración del placer se halla en razón inversa a la intensidad del mismo!…
Foto (Saint-Saud): En el centro Paul Labrouche. Abajo y arriba, respectiva y probablemente, Marcelino Garrandi y «El Cainejo».
El procedimiento seguido fue el siguiente: Para mí, como a la subida, lo más cómodo y hacedero, bajaba delante, cuando de pecho, cuando de espaldas al muro, y mi compañero me deslizaba, teniendo de la cuerda hasta que tocaba punto firme.
En cuanto a Gregorio, ¿cómo bajaba sin que alguien por arriba, le fuese teniendo y soltando cuerda? He aquí cómo nos arreglábamos: Una vez yo estaba en firme, comenzaba a subir de nuevo lo que podía, y, estirando el brazo, esperaba con mi puño cerrado, pegado a la peña, uno de los pies del Cainejo, quien de allí pasaba a la cabeza y al hombro. Cuando yo no podía subir más, entonces, bajaba «como podía», haciendo maravillas de equilibrio y agarre con los veinte dedos de sus extremidades.
Excuso decir que, mientras se descolgaba de este modo, yo me agarraba con todas mis fuerzas a la peña y a la cuerda para poder resistir el tirón si por acaso llegaba a despeñarse, que de no resistir, dado que íbamos atados con la cuerda, mi suerte hubiera sido igual a la suya. Hubo un paso en que no podía ya dar otro, y yo le oí murmurar: «¡Dios mío, Dios mío! ¿Cómo subí yo por aquí?».
«¿No habría por ahí –le dije–, algún pedazo de roca inseguro, de esos que desprendía la cuerda a la subida, al cual pueda usted atar la cuerda que rodea su cintura? Una vez atada esa piedra por el medio, la mete usted en el fondo de la grieta, tirando luego para cerciorarse de que este bien segura, y no tiene usted otra cosa que hacer sino descolgarse por ella hasta mis hombros. En cuanto usted llegue a ellos, la cortamos, y que ese pedazo se quede ahí para que lo utilicen otros»…
La panza maldita la bajamos por el procedimiento de la subida, y no hacía mucho que la habíamos abandonado, cuando una nueva imposibilidad de descenso para el Cainejo se nos presentó delante:
–¿No habrá por ahí algún saliente firme de peña? –le pregunté–. Aquí hay uno –me dijo–. Pues desatémonos los dos y echemos la cuerda por encima; yo tendré aquí fuertemente los dos cabos y usted se descolgará por dos cuerdas, en vez de hacerlo por una; al llegar a mí, tirando de un extremo, nos quedaremos con ella.
Admiraba su memoria; tenía cierta fe en sus seguridades, y me abandoné a sus propósitos. «Crea usted –le dije– que yo, en su lugar, me perdería cien veces»; porque no hay que olvidar que la niebla nos envolvía por completo; lo que sí era cómodo en una grieta donde no cabía perderse, era sumamente peligroso allí donde la grieta, ramificándose en llambrias, desaparecía. Por eso mis temores eran de sobra fundados, siendo tanto así, que a las siete de la tarde ya no sabíamos dónde estábamos… «Lo ve usted», fue todo lo que dije.
Gregorio, no sé cómo, se perdió en la nube; yo me quedé con la cuerda, pensando en la noche de muerte que íbamos a tener que pasar atados a las rocas, y ante perspectiva tan poco seductora, redupliqué mis esfuerzos indagatorios, metiéndome por sitios de donde luego con gran dificultad salía.
Eran las siete y media; empezaba a oscurecer, y yo a pasar el mal rato, cuando resonó la voz de Gregorio: «¡Don Pedro, ya pareció la llambrialina!»… Se había orientado por el estiércol de un vencejo de montaña que vio a la subida. ¡Qué hombre!.
Y aquí puede decirse que terminaron nuestras penas.
Nos perdimos de nuevo; dimos voces a los pastores, y tan solo contestaron las piedras que desprendían los robezos, a quienes habíamos despertado. Comprendimos que estábamos aún muy altos, y bajamos más y más por infames peñascales. Una voz honda y lejana respondió por fin a las nuestras. Los pastores nos habían oído. A las once de la noche entramos por sus cabañas.
Era el 5 de agosto de 1904.
La ascensión al Naranjo de Bulnes explicada por Gregorio Pérez «El Cainejo»:
«A otro día por la mañana batieron la tienda, pues como el día antes, camino de Peña Santa, habíamos hablado de ir a hacer una tentativa al Naranjo de Bulnes y quedamos concertaos en eso, era preciso madrugar. Cargamos los caballos, apartamos lo necesario para nosotros, y les dice a los dos señores y a un mozo que les acompañaba:
-Bueno, si ustedes me permiten yo me marcho por aquí con Gregorio, a hacer la ascensión al Naranjo de Bulnes, si nos es posible; bajan con esto a Covadonga y a Cangas, entregan esta tarjeta al señor Dosal, que me remita un coche a La Hermida para el dia 7.
Foto (Saint-Saud): En la Rondiella el 4 de julio de 1.906. De izda. A dcha: Gregorio Pérez «El Cainejo», Marcelino Garrandi, Felipe Menéndez, Pau Labrouche y varios pastores.
Nos despedimos y echamos a andar espalda con espalda. Bajamos a Ustón y al río de Cares; allí almorzamos, pasamos el río de Cares por un pontigo, emprendimos al Monte Llue arriba, que tiene una legua de largo; subimos a la Collada de Cerrado, tomamos el fresco un rato, pues desde alli a la Majada de Camburero, que teniamos que ir a dormir, todo era adelante en traviesa y casi por sombra. En la Majada de Orande, en una cueva que tiene una fuente, comimos y bebimos y allí mandamos razón por un pastor de Bulnes, a Inocencio, que subiera de mañana a Camburero, que ibamos a ver si eramos de subir al Naranjo, para que nos ayudase algo; pero como le dieron el aviso tarde, no subió. Echamos a andar, deseoso D. Pedro de dar vista al Naranjo, pero como Camburero está metido en un hoyo como media legua por bajo del Naranjo, hasta no llegar cerca no se nos ponía a la vista por donde nosotros íbamos; llegamos a un alto en cima de Camburero, y ya se nos presentó el pico cortao, liso y derecho por tres costaos; sacó D. Pedro los antiojos y de allí examinamos por onde pudiéramos embestir, dao caso que por lo que víamos de allí pudiéramos subir a un descanso que nos presentaba menos de a la metá del pico.
Bajamos a la majada; nos preguntan los pastores el objeto de ir por allí sin escopetas; se lo hemos dicho y dicen ellos:
– Bien atrevidos los hubo en Bulnes y los hay también, y nunca subió arriba nadie; pero es que ni los rebecos tampoco.
Pero nosotros, confiaos en nuestras mañas y nuestra buena cuerda, teníamos confianza.
A otro día, que era el 5, esperamos un poco por Inocencio; viendo que no venía, echamos a andar, almorzamos bien en una fuente al pie del mismo pico, le damos una vuelta y vemos que por el costao que mira al Norte podríamos subir al descanso que decíamos por la tarde. Dije:
– Bueno; quédese usted aquí; ahora voy a subir yo allá arriba si puedo y pasar a la horcada que víamos ayer, que de alli ya se ve y registra de alli para arriba.
Me descalcé a pie puro, lo dejé alli con la morrala debajo de una piedra; embisto la peña; fui pasando subiendo llastralezas y pasos medianos; perdi de vista a don Pedro por tener que atravesar hasta la horcada que decíamos allí; me senté y lo registre bien: se vían unos saltos y unos canalizos que no me pareció tan malo como resultó; volví atrás hasta llegar a la vista de mi compañero, y le digo a D. Pedro:
– ¿Sabe Vd. que no se me hace tan malo como lo ponían? Se me figura lo peor de ahí aquí; y marchó hacia donde yo estaba, con tanta arrogancia como si fuera a subir por un valle arriba; le mandé que se asentara y esperase allí hasta que yo bajara onde estaba él para ayudarle, que era muy malo todo aquello; así lo hizo; bajé onde estaba él y nos amarremos bien uno por cada punta de soga; como yo estaba ya descalzo, mis pies pegaban bien a la peña, pero también ú mejor pegaban las alpargatas de D. Pedro. Fuimos subiendo poco a poco hasta una llambria que había que travesar bastante pendicular y sin agarradero ninguno; pase yo delante y con la cuerda favorecí a D. Pedro, y pasó también; entonces me dijo D. Pedro:
– Sabes que esta lúcia de peña se parece aquel sitio que pasemos el año pasado , cuando pasemos desde Caín a Cuestaduja y a la Collada de Cerrado, aquella llastra que llamais vosotros la llambrialina? Y con este nombre se quedó y en verdad nos valió mucho para bajar.
Foto actual: Arriba a la izquierda, se observa “La Llambrialina”
Subimos otro poco más arriba y después tuvimos que travesar un cacho p’adelante hasta llegar al sitio donde había llegado yo primero, a un descanso que hacía la peña y se descubría la mayor parte de lo que faltaba por subir. Allí nos asentamos a descansar un poco y registrar con los antiojos cualo sería de lo malo lo mejor, pero todo nos pareció imposible, menos unos canalizos muy estrechos con algunos saltos de unos a otros y muy plomo arriba; y hemos dicho: si habemos de subir, tiene que ser por allí; y entonces, aunque la divina providencia lo hubiera ordenado, empiezan a reunirse ramos de niebla y se cerró por entero en un cuarto de hora y fue lo que nos favoreció, después de dios y la cuerda, para subir y bajar, porque nos quitó el asombro que metía el mirar pa abajo. Fuimos subiendo poquito a poco un gran cacho para arriba, hasta que tropezamos un muy alto salto que formaba panza en medio y derechaba tan plomo arriba como un arbol entornao y sin agarraderas ni sitio onde poner los pies. Empezó D. pedro a registrar y me dijo:
– ¿Sabes, Gregorio; que aquí hay un gran agarradero?
Se agarró bien una mano de él, afianzó bien los pies y me dijo: apoya los pies sobre mis hombros. Así lo hice y después sobre la cabeza, y después me empujó los pies con una mano y entonces me enganché mis manos a un buen agarradero y me eché fuera. Subí más arriba, aseguré bien los pies y le dije a don pedro:
– Bueno, yo ya subí; preparese usted.
– ¿Estás ya bien seguro?
– Sí, señor.
– Pues, arriba.
Empieza a esgatuñar y yo a tirar de la cuerda: en seguida llegó a mis pies, anduvimos otro cacho bueno para arriba que era menos malo, a la que tropezamos otro paso como el anterior; lo miramos bien y resolvimos valernos de las mañas que nos valimos para subir el otro; pero nos costó un poco más de trabajo, por tener yo ya los pulsos algo cansados; pero por fin también subimos aquel paso. Ya decíamos nosotros: no llegamos nunca al alto, porque las piedras que desprendíamos nosotros y la cuerda por estar mal seguras, las oíamos bajar rugiendo; pero no oiamos dar abajo y por lo tanto nos creíamos ir ya muy altos. Anduvimos un poco más arriba y advertimos que la niebla se bajaba un tanto y que los rayos del sol pasaban por encima de nosotros y que se veía un cielo azul que daba gusto; ya advertimos que se bia lo mas alto.
Soltamos la cuerda y la dejamos atrás y llegamos a la cumbre; nos asentamos sobre unas piedras un poquito, que subíamos cansaos. Sacó D. Pedro los antiojos y empieza a mirar a todos laos, porque como la niebla esta baja, echa una vega, se veía la mar de tierra y rebecos en aquella torre, en aquel pico, en aquel nevero, en aquel hoyo, en aquella verdiana, paciendo, ¡qué gusto encontrarse en aquella altura y donde nadie había pisado! Tomamos unos caramelos por la mucha sed que teníamos y nos pusimos a trabajar para dejar a la vista pruebas de la verdad; nos pusimos hacer en la parte más dominante una pilastra cada uno; yo la hice de mi altura, firme y bien construida; me manda D. Pedro que le asegure la suya; la retaque bien hasta dejarla segura; hicimos otra entre los dos, con tres grandes piedras bien asentadas unas sobre otras, en forma que se ven de muy largo y se verán siempre, a menos que algun rayo o chispa electrica las derribe, que alli se conocen que caen con frecuencia.
Foto actual: Siempre es bonito el momento de cumbre. Se observan las mismas vistas que emocionaron a Gregorio y Pedro.
Emprendimos otra vez la bajada, que ya la considerábamos más difícil; fuimos bajando hasta encontrar la cuerda, nos volvimos a meter entre la niebla, bajemos hasta el último paso malo de la subida; se amarró bien D. Pedro por su cintura, con la cuerda que era bien segura, me aseguré yo para tener y bajó toda la largura de la cuerda; trato de bajar yo, pero no era posible; él no me podía ayudar, yo no me encontraba en que me agarrar; yo decía:
– Pero, Dios mio, ¿cómo subiría yo por aquí?
Hasta que me dice D. Pedro: – Mira a ver si encuentras de qué amarrar la soga.
Reparé y vi un canalizo en la peña, hecho por las aguas; anudé bien la cuerda, meti en el canalizo, la atesté bien con piedras, tiré de ella y vi que estaba segura; me agarré de ella y en un instante bajé donde D. Pedro; tiré de la navaja y corté la cuerda; anduvimos para abajo hasta el otro paso malo. Bajó D. Pedro y yo con la misma dificultad que arriba, hasta que me dice D. Pedro: – Vas a terciar la cuerda detrás de aquel pico que hace la peña.
Digo: – Doblada no va a alcanzar, que ya es más corta.
Nos soltamos; la doblé tras de el pico y bajaron las puntas hasta cogerlas D. Pedro; me agarré de ella y bajé enseguida. Echamos a andar, y allí por evitar un paso algo mediano que había para bajar al descanso que hacía la peña, donde habíamos estado sentados al subir, determiné bajar por otro lao. D. Pedro no quería; más valía lo malo conocido que lo bueno por conocer y tenía razón. Seguí por allí y desorientamos. Dejé a D. Pedro asentado y empiezo a registrar por aquí y allí; encontré una cagada de un pájaro que la vi por la mañana cuando fuí y volví; bajé un poco más abajo y me encuentro con la llambrialina. Llamé a D. Pedro y le dije:
– Aquí está la llambrialina.
– ¿Tú estás seguro que lo es?
– Sí, señor.
– Fíjate bien.
Y el caso no era para menos: la niebla puesta, la noche encima, desorientados en la torre sin tener donde dormir, no siendo que nos ataramos a alguna peña con la cuerda. Volví a subir donde D. Pedro y bajó todo lo que dio la cuerda y me llama:
– Tienes razón, que esta es la llambrialina; ahora ya estamos bien, que ya estamos cerca de abajo.
Bajemos otro poco y enseguida llegamos al sitio donde teniamos mi calzao y lo demás equipo.
Allí besemos ambos la cuerda por ser la que nos ayudó a subir y bajar, miró su reló y eran las siete de la tarde. Cogimos un chorizo cada uno y echamos a andar, llegamos a la fuente donde habiamos almorzao; secos de sed, bebimos, tomamos otro chorizo y buenas conservas y echamos a andar, pero enseguida nos cogió la noche por unas pedrizas abajo, sin camino alguno y en terreno poco conocido. La niebla puesta y cerrada y de noche, trompicábamos cada momento; no sabíamos por dónde andábamos. Vociábamos a los pastores de la majada, pero no sentíamos responder a nadie: lo que sonaba eran peñas rodar por aquellas pedrizas y por aquello comprendíamos que estábamos muy altos. Aquí caíamos, allí nos levantábamos; fuimos bajando mucho más y vovimos a vociar, y entonces ya nos contestó una pastora, que como tenía sus vacas un poco desviadas de la majada, escureció ordeñándolas, y como sabía que estábamos arriba y nos oyó vociar, nos esperó, por más que nosotros les habíamos dicho por la noche que si no eramos de subir al Naranjo no volvamos por alli, que nos dirigíamos a los Tiros del Rey y al casetón de Áliva y de alli a las minas de Ándara.
Foto (Marques de Villaviciosa): Campamento en Áliva del Marqués de Villaviciosa, D. Pedro Pidal, hacia 1.906. A la izquierda, desollando un rebeco.
Al sentido de las voces de la pastora, fuimos llegando poco a poco a bajar donde ella estaba sentada en nuestra espera. Como a mi me conocía, me dice: – Traeréis güena sed; podéis beber lleche; sí, dale a D. Pedro.
Como estaba ya fresca y la sed era mucha, nos sabia a miel. Echamos a andar, llegamos a la majada que ya estaba cerca, nos metimos en las cabañas con los pastores, tomamos mas leche y cenamos bien; nos preguntaron enseguida que si habiamos subido al pico:
– Sí, nos costó trabajo bastante; pero subimos y para mejor creerlo, allá en lo mas alto del pico dejamos señales verdaderas.
– ¿Qué son?
– Tres pilastras hechas con nuestras manos, de la altura de un hombre, que nos llevó una hora justa en hacerlas, no se caerán nunca, como algún rayo no las demuela, pues español ni estranjero estamos seguro que nadie las ha de tirar, y si subiera alguno, que no subirá, que haga otra ú otras tres como las nuestras.
– ¿Y de abajo desde la entrada del Jou sin tierra, se podrán ver ya?
– De allí y de donde quiera que se vea lo alto, se ven muy bien.
– Pues mañana echamos para allá, a verlas también; nos decían varias beces: se encuentran allá los robecos y suben hasta aquel descanso que hay al principio del pico y algunos cazadores también subieron allí; pero más arriba nunca vimos ni oimos que nadie ni nada subiese.
Dormiríamos como dos horas, porque luego amaneció, tomamos más leche y nos guiaron por el sendero que va a Sotres, donde nos dirigimos, y de Sotres a Ándara. D. Pedro si dirigió a la Hermida, donde le esperaba el coche; nos despedimos amorosamente y yo me volvi por Bulnes para mi casa».
Texto Pedro Pidal: Revista del Grupo de Montaña Peña Santa.
Texto Gregorio Pérez: Lorenzo Sevilla. El Cainejo Centenario de una ascensión. Revista Comarcal Montaña de Riaño.
Fotos: Fran Nava (excepto indicación expresa).
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Foto: La Cara Sur del Naranjo, vista desde la Collada Bonita.